Nos acercamos a Porto. En un momento
dado, el tren atraviesa el río Duero, el Douro de los lusos. La visión es
impactante. Un río caudaloso e imponente como no los hay en Euskal Herria,
abriéndose paso entre terreno abrupto y laderas inclinadas, con espectaculares
puentes atravesando el abismo. Sin embargo, para cuando logro preparar la
cámara la visión se ha esfumado y nos internamos en un túnel que nos deja
prácticamente en la Estaçao de Sao Bento. Serán las 13:00 h.
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Los azulejos de Jorge Colaço |
Visto lo visto, sin ser marino y a
falta de recorrer el Douro en barco, no creo que haya mejor manera de llegar
por tierra a Porto que a lomos del ferrocarril, ni mejor puerta de entrada que
los azulejos de Sao Bento.
El albergue nos deja muy buena
impresión. Combina la gracia de las construcciones antiguas (salas altas y
luminosas, entrañables escaleras de madera) con un interior renovado, funcional
y cómodo, y en recepción son muy amables. Una ducha y estamos listos.
De 17:30 a 23:30, pasaremos la tarde y la caída de la noche recorriendo esta ciudad de Porto, que desde las aristocráticas y señoriales alturas se desparrama en callejuelas hasta las riberas del Douro. Porto desciende al río en grandes desniveles, que en algunas zonas son auténticos barrancos, como los que se dominan desde el puente de Dom Luis I. ¡Mal sitio para crecer si eres un crío al que a menudo se le escapa la pelota!
Me dejo conducir por Joseba, que ya
conocía la ciudad. Pero sus recuerdos de hace veintitantos años a veces no
concuerdan con lo que nos vamos encontrando. Aún quedan espacios,
construcciones, rincones con el decadente encanto de lo cutre, con la esquiva belleza
del deterioro y el abandono. Pero mayormente (re)descubrimos una Porto hermosa
y bien cuidada, repleta de rincones atractivos, como consciente de su belleza.
No es pues de extrañar que se la vea llena de turistas, muchos de ellos
extranjeros como nosotros.
Así que como buenos turistas nos aplicamos a la agotadora tarea de patear la ciudad de arriba abajo, lo cual en Porto no es solo alegoría sino realidad. Nuestro deambular nos conduce a edificios de aspecto colonial, a iglesias y conventos barrocos, a murallas de granito, a fachadas de azulejo, a locales decorados con exquisito gusto donde reposar las piernas con la excusa de un café o una cerveza, a agradables plazoletas con sus cafés y terrazas, al encanto anticuado y entrañable de las tiendas de toda la vida que resisten todavía a la presencia creciente de otros comercios claramente enfocados al “guiri”: tiendas de vinilos, de comics… Aquí y allá, vistosas fachadas modernistas, u otras más funcionales que recuerdan al Bauhaus. Y todo ello sin salir de la zona alta.
Un pastel de nata bajo la Torre dos Clerigos nos sirve para recapitular. Hemos visitado la librería de Sousa & Almeida, pateado por Rua Cedofeita, admirado los azulejos de Los Carmelitas y de la capilla de las Ánimas. Nos hemos resistido a entrar en iglesias, museos o monumentos para centrarnos en vagabundear y dejarnos permear por el espectáculo de las calles de Porto, llenas de vida en esta tarde de verano. Hemos pasado de largo frente a Lello & Irmao, añeja librería a punto de morir de éxito. Su fama de ser una de las más bellas librerías del mundo, merecida por otra parte, la hizo ser elegida como localización para alguna de las pelis de Harry Potter. Conclusión: ahora se agolpan para entrar no ya los amantes de los libros, sino los fans de la serie. Lello & Irmao es más famosa que nunca, no ya como librería sino como atracción turística. Y hartos de lidiar con esa multitud que se saca selfies sin comprar ningún libro, los dueños han decidido cobrar entrada. Una instructiva historia para mostrar las transformaciones que inevitablemente provoca (provocamos) el turismo de masas. Joseba, que ya la visitó en su día, no tiene mayor interés. “Mañana iré”, me digo a mi mismo, a la vez que tomo nota al pasar de la situación del Museo de Historia Natural. “Mañana habrá tiempo”
Hasta ahora se diría que Porto fuera una ciudad de interior, viviendo de espaldas al mar y al río. Y así parece ser, al menos esta Porto más señorial y aristocrática que hemos recorrido hasta ahora. Pero ahora el sol está bajando, la luz pierde su dureza y una tonalidad cálida se adueña de la atmósfera. Es hora de moverse y asomarse al abismo…
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Tiendas para guiris |
Pasando de nuevo frente a Sao Bento, una cuesta nos conduce al Terreiro de Sé, la explanada de la catedral, en lo más alto de la ciudad. Bordeamos el macizo edificio sin demorarnos (“mañana”, vuelvo a decirme) y tras una ligera bajada, justo pasado el esbelto lienzo de la muralla Fernandina, nos plantamos en el Puente dom Luis I.
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Puente Dom Luis I |
¡Impresionante! Un arco atrevido y
elegante que se estira sobre el Douro para sostener un puente doble. Avanzamos
por la plataforma superior. ¡La inferior queda muy por debajo, casi a ras del
río! El puente es una hermosa obra de ingeniería, construida en 1886 por el ingeniero alemán Théophile Seyrig, antiguo socio de Eiffel (otro de
los puentes de la ciudad, el de María Pía, fue una colaboración de ambos), y
parece salido de una obra de Julio Verne. Uno podría imaginarse al Nautilus
navegar con su tripulación formada en uniforme de gala bajo su arco de piezas
de metal remachadas. Pero si la construcción es hermosa, no lo es menos la
perspectiva. El sol poniente comunica su calidez tanto a las riberas como a la
aguas del Douro, hasta que poco a poco la creciente penumbra las inunda en
sombras.
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Las barcazas de Vila Nova de Gaia |
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Barranco hasta la ribera |
Al otro lado del río la mirada domina las bodegas y pabellones de Vila Nova de Gaia, solar de los vinos de Porto, que de manos de los ingleses trajeron la prosperidad a la ciudad a partir del siglo XVII. Fondeados frente a las bodegas, antiguas barcazas para el transporte de las barricas de vino posan ahora para los turistas tras décadas de labor… Una hermosa visión. “Mañana, tal vez”, vuelvo a decirme, y por primera vez me temo que tal vez las horas no sean suficientes para abarcarlo todo.
La noche va cayendo, ya a nuestro lado del Douro van iluminándose las luces de la Ribeira, antiguo barrio marinero y popular hoy aparentemente volcado a la hostelería y el turismo. Cruzamos el puente hasta Gaia, y por empinadas callejas y escaleras descendemos hasta casi la orilla del Douro. De allí, por la plataforma inferior del puente, regresamos a Porto.
Recorremos la Ribeira, bulliciosa y
animada. Las terrazas de los restaurantes se ven repletas de gente, huele a
marisco y parrilla de pescado, y uno piensa que no estaría mal encontrarse aquí
con una amiga en lugar de un buen amigo, para una cena romántica. Pero seguimos
pateando, pues aunque turística, recorrer la Ribeira hasta la Praça del mismo
nombre es un paseo atractivo, y más allá de las terrazas uno descubre muelles y
rincones pintorescos, y restos de murallas que resistieron los asedios de las
guerras napoleónicas, y que parecen transportarle a uno a esa época de cañonazos
y piratas.
Dejando la Ribeira, volvemos a subir
hacia la Torre de los Clérigos por callejuelas llenas de restaurantes donde Joseba
antes recordaba más bien cutrerío y gentes de mal vivir. Cenamos en un lugar
cualquiera de Rua de Cedofeita. De vuelta a nuestro albergue en Sao Bento, en
una plaza, junto a una fuente decorada con leones, la chavales le dan al skate,
mientras los modernos bailan swing.
Me acuesto en mi litera fatigado y abrumado por tantos estímulos. Una hermosa ciudad, sin duda. Y con contrastes. Una parte señorial, elevada y ajena al río, y de repente se abre como una evidencia el tajo del Douro, y aparecen las riberas, las barcazas, el salitre y el olor a puerto. Y todo ello en una ciudad de pequeñas dimensiones, abarcable y de gentes cordiales. A través de las ventanas se escuchan las gaviotas. Una buena manera de empezar un viaje.